domingo, 2 de septiembre de 2012

Ese beso que me dio Greg en Paris

—Bueno, la verdad es que has hecho un buen trabajo con este lugar. Es muy bonito. Greg se sirvió un poco más de chow mein. —No he dejado de pensar en la sorpresa del otro día, cuando de repente te veo allí, en el mercado. Tragué el bocado de dim sum que tenía en la boca. —Yo también. A decir verdad, eras la última persona que esperaba ver esa mañana. Se volvió para mirarme. —Siempre he conservado la esperanza de volver a verte.

Yo también dije

Solía practicar un jueguito yo sola: cada vez que tenía en mis manos una Bola 8 Mágica, la agitaba y le preguntaba: «¿Volveré a besar a Greg algún día?» ¿Y sabes qué? Nunca saqué un No. Ni una sola vez. Greg me miró con expresión burlona. ¿Y qué más le preguntaste a tu bola? Me reí e hinqué mis dientes en otro rollito primavera, decidida a no decirle que en realidad había consultado la bola en el apartamento de Annabelle el día antes de mi divorcio. Acabamos de cenar y Greg mantuvo llena mi copa de vino. Perdí la cuenta de la cantidad que había bebido. Fuera estaba oscuro, pero bajo la luz de la luna alcancé a ver, a través de la puerta vidriera que daba a la parte trasera de la casa, un manchón de flores.

Me gustaría ver tu jardín —dije—. ¿Me lo enseñas? —Claro. Es mi pedacito de cielo. Me sentí algo mareada al ponerme en pie, y Greg debió de notarlo pues me dio el brazo cuando salimos al patio pavimentado con losas de piedra. —Allá están las hortensias —dijo, señalando a la izquierda, un ángulo del patio—. Y aquí el jardín florido. Este año tengo lirios, peonías, y las dalias, que ya están saliendo. Pero yo no miraba los canteros. Justo debajo de la ventana de la cocina había una hilera de tulipanes blancos con las puntas rojas. Brillaban recortados contra el color amarillo de la pared de la casa, y me acerqué para examinarlos. Eran idénticos a los que Elliot le había dado a Esther.

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