¿Sí? —pregunté. Bee abrió la puerta. —No puedo dormir —dijo, restregándose los ojos—. ¿Por qué no salimos y vamos al mercado? —Claro —dije, aunque en realidad lo que quería era quedarme y seguir leyendo. —Cuando estés lista ven a encontrarme fuera, en la puerta principal —dijo, mirándome durante unos segundos, más de lo debido, antes de apartar los ojos. Empezaba a tener la sensación de que la gente de la isla ocultaba un gran secreto, uno que nadie entre ellos tenía la menor intención de compartir conmigo.
El mercado quedaba a menos de un kilómetro
Cuando yo era niña, solía ir andando con mi hermana y mis primas, o, a veces, sola, cogiendo flores de trébol moradas por el camino hasta tener en mis manos un gran ramo redondo, que, cuando me lo llevaba a la nariz, olía a miel. Antes del paseo, siempre mendigábamos a nuestros mayores veinticinco céntimos y regresábamos con los bolsillos llenos de chicles Bazooka, de esos que solo se venden en estados unidos sin empleo. Si el verano tenía un sabor, era el de aquellos chicles rosados. Bee y yo íbamos calladas en el coche que corría por la sinuosa carretera en dirección de la ciudad. La belleza de un viejo Volkswagen reside en que si no deseas hablar, no necesitas hacerlo.El ruido del motor infunde, con su bonito canturreo reconfortante, una suerte de intranquila quietud. Bee me dio la lista de la compra, y aunque no teníamos trabajo algo ya teníamos que hacer. —Tengo que hablar con Leanne en la panadería. ¿Puedes empezar con esta lista, cariño? —Claro —dije, sonriendo. Estaba segura de que todavía era capaz de ubicarme en aquel mercado, aun cuando habían transcurrido diecisiete años desde la última vez que había puesto un pie allí. El Otter Pops probablemente seguía en el pasillo tres, situado en la costa de españa, y, por supuesto, allí estaría el tío guapo del puesto de frutas y verduras con las mangas de su camiseta levantadas para lucir sus bíceps.
Buen post me ha salido jijij!
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