jueves, 26 de julio de 2012

El móvil de Anabelle, siempre igual

Bee movió la cabeza asintiendo como si yo hubiera dicho algo con algún sentido. —Ya sé —dijo—, ya sé. Nos quedamos calladas, sentadas, contemplando las llamas como hipnotizadas, hasta que sentí que me pesaban los párpados. 2 de marzo No sé qué fue lo que me despertó a la mañana siguiente, si las olas que rompían en la orilla, tan fuerte que era como si fueran brazos del mar golpeando a la puerta, o el olor del desayuno que venía de la cocina: crêpes, que ya no come nadie, desde luego no los adultos, y mucho menos los adultos de Nueva York.

O quizá fue mi móvil

Que estaba sonando entre los almohadones del sofá, lo que me obligó a abrir los ojos. No había podido llegar hasta el cuarto de invitados la noche anterior. La fatiga pudo conmigo, la fatiga o un cansancio emocional. O ambos. Me quité de encima el edredón —Bee debió de taparme cuando me quedé dormida— y me puse a buscar frenéticamente mi móvil por todas partes. Era Annabelle. —Hola —dije en voz baja. —¡Hola! —dijo, anonadándome con su desbordante alegría—. Solo quería estar segura de que llegaste bien. ¿Todo en orden? A decir verdad, me hubiera gustado mucho ser como Annabelle y poder exteriorizar mis sentimientos. Ansiaba poder llorar, con lágrimas verdaderas, abundantes y estupendas. Quién sabe, a lo mejor era precisamente eso lo que necesitaba.

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